Es frecuente que muchos de aquellos que pregonamos amar la cultura folklórica de nuestro país censuremos y critiquemos la apatía en relación al aprendizaje, el conocimiento y el empoderamiento de nuestra identidad ancestral por parte de las nuevas generaciones.
Se señala de manera despectiva que “nuestros jóvenes sólo hallan placer en el reguetón, la bachata y otras formas de música y baile moderno”. Lo paradójico es que los primeros responsables en incentivar el interés y el amor por lo nuestro, somos aquellos que desarrollamos nuestra labor profesional en la docencia de folklor, en cada una de sus ricas vertientes, y muchas veces no lo hacemos. Creo innecesario aclarar que yo no desprecio ni subvaloro lo moderno pues el arte no tiene edad, no tiene tiempo y mucho de aquello que hoy consideramos clásico, también tuvo un período de nacimiento, de adolescencia y de posterior madurez.
Se señala de manera despectiva que “nuestros jóvenes sólo hallan placer en el reguetón, la bachata y otras formas de música y baile moderno”. Lo paradójico es que los primeros responsables en incentivar el interés y el amor por lo nuestro, somos aquellos que desarrollamos nuestra labor profesional en la docencia de folklor, en cada una de sus ricas vertientes, y muchas veces no lo hacemos. Creo innecesario aclarar que yo no desprecio ni subvaloro lo moderno pues el arte no tiene edad, no tiene tiempo y mucho de aquello que hoy consideramos clásico, también tuvo un período de nacimiento, de adolescencia y de posterior madurez.
Como docente de bailes populares y de salsa, me encuentro a diario con niños, jóvenes y adultos que asisten entusiasmados a sus clases. Tanto aquellos que ya bailan y desean subir de nivel, como aquellos que no saben nada, y desean adquirir habilidades y competencias en ritmos dancísticos son disciplinados y constantes en la asistencia. La pasión, el interés y el creciente entusiasmo son el diario vivir en nuestras clases.
Cuando hablamos de folklor, las cosas son a otro precio. Lograr que los jóvenes abracen con interés la práctica y el conocimiento de la herencia ancestral de su cultura es labor titánica, casi como si se tratara de un favor personal, y no la posibilidad de encontrar un tesoro insospechado que nos rodea a cada minuto, que colorea nuestros actos, nuestra cotidianidad, nuestra cosmovisión. Nuestra cultura nos marca, imprimiendo un carácter único e irrepetible a nuestras realidades. ¿De quién es la culpa de que así sea? Es tan larga la lista de posibles responsables de esa consecuencia, como corta es la lista de esfuerzos exitosos de que nuestra música y nuestra danza folklórica sean valoradas en su justa medida por la inmensa mayoría.
Pocas veces he sentido la certidumbre de ese hecho como ahora. A mi clase de baile asisten en promedio 30 estudiantes. A mi clase de folklor, en promedio 8. Cada día cuestiono mi estrategia metodológica, pensando en cómo atraerlos, cómo hacer que se enamoren del folklor, y siento un ligero dolor cuando veo que de aquellos que van, algunos lo hacen de manera mecánica, sin profundizar en la riqueza majestuosa de nuestra historia, y de como ella se materializa en cada danza, en cada ritmo musical, en la parafernalia de las danzas y en la jerga que constituye la oralidad de nuestras regiones. Tuve que ver todo esto a través de los ojos de una joven norteamericana para sentir que nosotros, los maestros, tenemos un reto gigantesco y es transmitir ese saber para que nuestra identidad no se difumine; para que las futuras generaciones puedan conocer la belleza, la magia y la mística de nuestro folklor.
Alysha Nicole Gruner es una estudiante de intercambio, que está haciendo una pasantía en la Universidad ICESI, en la cual presto mis servicios docentes. Es una aficionada a las clases de salsa, y asiste puntual a ellas. Cada canción que interpreta la vive, la siente, y cuando baila es como si la música corriera por sus venas. Su expresión facial lo dice, sus brazos oscilan con gracia y sus pies no paran de moverse. Es una apasionada por la salsa caleña, y se manifiesta feliz de poder tomar esta clase. Sin embargo, cuando habla de folklor colombiano, su expresión cambia totalmente. Su respuesta al respecto es contundente: la salsa es divertida, es muy grato poder bailar esta exigente técnica, pero, y aquí debo citarla literalmente: “el folklor tiene una historia”. La respuesta más perentoria, más simple y a la vez la más profunda.
Esa respuesta me lleva a plantearme retos, a exigirme respuestas y a renovar mi compromiso con la docencia. Como bailarín y docente, yo amo la salsa caleña. Soy el más respetuoso admirador de la manera en que Cali convirtió la salsa en un estilo de vida, en un rasgo cultural característico de su idiosincrasia (en Cali, no saber bailar salsa es considerado un sacrilegio, y las personas del resto del país, y los extranjeros en general, dan por sentado que en Cali todos saben bailar salsa con esa electrizante destreza). Sin embargo parece ser que todos olvidamos que el folklor es el punto de partida de la salsa, del merengue, de la samba, el son, la bachata y, en general, de todo aquello que es música afrolatina / afrocaribeña.
Alysha ama la cumbia. Cuando se pone la falda de ensayos, su cuerpo experimenta una transformación y toda su postura cambia. Aún no conoce toda la historia que constituye la cumbia. No sabe que nuestra cumbia es, además del baile más representativo de Colombia ante el mundo, la simbiosis más exitosa de la coexistencia de los tres grupos étnicos que componen la sociedad colombiana. No sabe nada de eso, pero se aproxima a la interpretación dancística con un respeto prudente, un entusiasmo desbordante y la coquetería que desearía cualquier mujer colombiana. Es profesional en pedagogía, y se encuentra en la Sucursal del Cielo cursando un semestre de antropología. Su amor por la danza, y su manera inexplicable de apropiarse de ella son una manifestación de que la belleza de la cultura no conoce de fronteras ni de límites idiomáticos. Si esta joven anglosajona tributa semejante entusiasmo y positivismo con nuestra música y nuestra danza, yo considero subjetivamente que es un crimen capital hacia la cultura en general no interesarnos por aquello que es nuestro. Para sintetizarlo, usaré las palabras de René, el intérprete de Calle 13, en Latinoamérica, esa magistral canción en la cual fue acompañado de Totó, la Momposina, Susana Bacca y María Rita: “El que no quiere a su patria no quiere a su madre”. No conocer la inmensa riqueza patrimonial que nos constituye es un descuido tan reprochable como no saber qué día cumple años nuestra madre, o nuestro padre. ¿Qué clase de profesionales y de seres humanos seremos entonces, cuando vayamos por el mundo y nos pregunten acerca de la Cumbia, el Mapalé, el Currulao, el Bullerengue y la Guabina? ¿Delegaremos en los visitantes la responsabilidad de ser buenos embajadores de aquello que es como nuestra sangre, que corre por nuestras venas y nos da el aire que respiramos cada día?
Este texto es el primero con el cual me dirijo a mis estudiantes, y a toda la comunidad educativa no sólo de mi Universidad ICESI, sino de todo nuestro país asumiendo mi parte en la tarea de transmitir el conocimiento y el amor por lo nuestro. En mi caso, hallo en la danza y en la música folklórica una fuente inagotable de historias de amor, de humor, de tragedia, de ecologismo… el folklor musical y danzario de nuestro país, y de toda Latinoamérica son un lazo indisoluble con nuestro origen primigenio, con nuestros ancestros que caminaban en paz por estas tierras durante siglos, en plena armonía con el universo.